martes, 23 de mayo de 2017

De relaciones idílicas, violentas y realistas

Fotos de Adrián Cobos


Es curioso cómo cada uno tiene una representación diferente acerca de su propio país, casi siempre basada en una relación de amor y odio. Por lo general, se dice que a los mexicanos nos quieren mucho en otros lugares de América Latina y, además, muchos creen que México es un lugar lleno de oportunidades, adelantado en su principal Universidad y digno de imitar (aunque parte de los que van se decepcionan). Por eso mucha gente nos pregunta con asombro por qué vinimos para acá. Al contrario, nosotros vemos Argentina y, especialmente Buenos Aires, como un lugar mágico en el que todo puede ocurrir, sino ¿cómo es posible que en este país esté la pionera en análisis del discurso en América Latina, Elvira Narvaja, o que la UBA sea una de las pocas universidades donde haya una maestría en memoria? Todo mundo sabe que aquí ocurre algo, un no sé qué, pero algo importante. Y por ello hay tantos extranjeros en la capital, aunque no todos son bien recibidos.

Sin embargo, es necesario buscar los libros 
en fichas bibliográficas... (no es cierto, pero es posible)*

Como gente que migramos por nuestra propia voluntad y llenos de expectativas, las primeras semanas, aunque no estuvieron exentas de angustia (cuando bajamos del avión nos volteamos a ver y nos dijimos “ya la cagamos”), fueron todas de asombro, maravilla y admiración; muy parecido a estar enamorado, cuando apenas vas descubriendo a la otra persona y sus defectos te parecen insignificantes y hasta exageras las cualidades (o incluso las inventas). El tiempo pasaba lento; a la vez que sentíamos que había mucho por descubrir, pero teníamos miedo de hacerlo. A pesar de que vivimos, escuchamos o vimos algunas cosas que, si bien no pueden calificarse de terribles, fueron como esos defectos que cualquier enamorado se niega a sopesar en su justa importancia.

Con estos cielos ¿quién no se va a enamorar?

Más allá de la increíble cantidad de cacas de perro que hay en las aceras (de las que ya habíamos hablado, pero que todavía nos sorprenden), desde que llegamos acá hubo algo que nos llamó la atención: muchos bonaerenses hablan mal de sí mismos (¿raro, no? se supone que son muy creídos). El primer argentino que conocimos, aquel samaritano que fue a recogernos al aeropuerto, nos dijo: “pero cuídense de los argentinos, que son muy aprovechados”. María, quien nos hospedó en su casa durante la primera semana, también nos advirtió: “cuidado, que aquí no es allá” (pero ¡¿cómo?! si en México están los peores delincuentes…). Hasta una taxista nos dijo: “che, los argentinos siempre andan buscando cómo aventajarse”. Muy lejos de nuestra experiencia: más que tomar ventaja ya van dos veces que desconocidos nos llevan a su casa a comer o a tomar mate.

Por el día caminamos con bastante despreocupación

No creo que se trate sólo de una representación propia errónea sobre México, o que mi relación con dicho país estuviera tan desgastada como para exagerarle los defectos, pero la violencia allá es incomparable con la de aquí, al menos en Buenos Aires; desde lo más aterrador, como que el año pasado hubo 300 mujeres asesinadas (más de una por día) en el Estado de México y más de 2000 desaparecidas, hasta que cada hora se roban un auto en la Ciudad. Otro mexicano que nos encontramos acá, Ulises, dice que nunca se había sentido tan seguro en su vida; por fin pudo liberarse de un peso con que había cargado toda su vida. Confieso que todavía no nos ha ocurrido, pues seguimos con la armadura de desconfianza que a través de los años se nos formó en el DF.


 No sólo hay violencia cotidiana en México,
sino terrorismo de Estado, y acá lo saben bien

Acá puedes tomar un camión a las 2 de la madrugada y parece que son las 8 de la noche: está iluminado, lleva gente y, sobre todo, sus rostros y cuerpos revelan despreocupación. Allá va uno acurrucado, volteando para todos lados e interactuando con la gente como si fuéramos gatos que se ven por primera vez. Acá llegas a tu esquina y si ves a alguien a lo lejos, se supone que caminas como si nada (nosotros todavía giramos los ojos a diestra y siniestra). Algo que hemos experimentado, como lo hizo notar Ulises (un estudiante mexicano que encontramos acá), es que poco a poco el termómetro de “lo violento” se te va regularizando a un nivel normal. Es decir, para sobrevivir mentalmente sano a largo plazo, en México solemos normalizar la violencia. Los extranjeros que van y hemos conocido, se sorprenden de que pasen cosas tan terribles todos los días y que los mexicanos estemos como si nada. De hecho, nada más estar acá, poco a poco empezamos a asombrarnos de las cosas que ocurren en México; vemos las noticias y nos duele e indigna más que antes.

Un día por la madrugada cerca del obelisco. 
Esta zona de la ciudad parece Times Square 

Por el contrario, lo que tenemos aquí cerca no nos parece tan grave, quizá porque todavía estamos en el periodo de enamoramiento por esta ciudad (que, según nosotros, ya empieza a pasarse y a volverse lentamente en una relación realista). Como que queremos competir y decir “¡ah! no, mi país es peor, es más violento, ¿cómo te atreves a compararlo?”, pensamos casi con orgullo. Nuevamente, a pesar del dolor, como en una relación enferma y violenta. 




Un día estábamos en el parque que se encuentra cerca de nuestra casa y al verme con la Ío, una señora de 70 años, llamada Teresa, me dijo: “¿pero por qué no la largás?”. Y yo “¡¿qué?! ¿qué es eso?”. “Que por qué no la soltás, que ande libre, que corra a su antojo”. Inició la amistad. Platicamos un buen rato y la Ío se hizo amiga de sus tres enormes perros. Entre la plática, pasó un chico al que ella saludó y le preguntó: "¿cómo sigues?". Cuando se fue nos contó que apenas había salido del hospital y que alguien lo había acuchillado en su propia cama (¡¡!!). Luego nos preguntó “¿Y, ustedes, toman mate con azúcar?”. Escena siguiente terminamos en su cocina y tomando mate con azúcar, no sin que antes nos haya mostrado toda la casa: desde el baño hasta el cuarto de cachivaches que estaba con llave, así como las barrotes que había hecho instalar en todos lados, temiendo que alguien entrara alguna noche a agredirla. El incidente del acuchillamiento lo calificamos (lo minimizamos) posteriormente como un incidente aislado; total, hasta terminamos diciendo que el chavo parecía un maleante y que seguro vendía drogas… (¿Ya dije que por todos lados fuman mota y que es legal beber alcohol en la calle? Desafortunadamente todavía no lo hacemos).


Disfrutamos de los bellos parques de Palermo

De pronto un día despertamos y sentimos que ya llevamos mucho tiempo en Buenos Aires, igual como cuando llevas ya un tiempo viviendo con alguien y te parece que has estado así siempre; casi no te imaginas el antes. Es increíble lo rápido que el ser humano se acostumbra a las circunstancias. De a poco, nuestros sueños van reflejando la realidad cotidiana. Adrián ya soñó por primera vez que está aquí (aunque sigue soñando que debe materias del CCH); yo hace un rato soñé que caminábamos por una calle oscura de Buenos Aires buscando un mercado popular. Eso sí, el acento no se nos ha pegado (¡¡¡ni se nos pegará nunca!!!).

Cerca de la estación de tren Retiro, 
donde todo empieza a ponerse un poquito más popular

Ciertamente ya tuvimos “choques” con la ciudad, o más bien ya somos más realistas y les damos más importancia que antes, pues no es que desde el principio no nos hubieran sucedido. Por ejemplo, el encuentro con los vientos pamperos: hace un par de días nos ocurrió un siniestro, como dice mi papá: colgamos en el balcón la única cobija que teníamos, vino un tremendo viento y se la llevó al cable de luz que se encuentra a unos tres pisos del suelo y sobre los autos (nosotros vivimos en el sexto piso). Imposible de tomarla ni desde arriba ni desde abajo. Veíamos con anhelo nuestra cobija y estábamos deseosos de recuperarla. A cada rato nos asomábamos y cada vez nos parecía un poco más próxima a caerse hasta que ya solo quedaba un extremo colgado. Esperando que no fuera a dar sobre algún carro y ocasionara un accidente, la cuidábamos con expectativa y estábamos listos para bajar corriendo en cuanto cayera. Estuvimos así otros 50 minutos. Cada ráfaga parecía que la iba a tirar, pero no ocurría. Finalmente, ya muertos de hambre, decidimos salir por algo pensando que nunca iba a caer. Obviamente en cuanto regresamos ya no estaba. La señora de la verdulería, una boliviana (acá casi todas las verdulerías son operadas por bolitas, como les dicen) nos informó que una peruana del edificio de al lado la había tomado, pero que no sabía dónde vivía exactamente. Al día siguiente, cuando fuimos a comprarle, no dejaba de decirnos, con mucho coraje, cosas como: “esa señora… maldita vieja… no, es que los peruanos… pinche vieja… pero ¿por qué son así?... no me gustan los peruanos etcétera etcétera etcétera”. Evidentemente quería quedar bien con nosotros solidarizándose con nuestra pérdida.

Nuestra cobija (más abajo y al frente pueden ver la verdulería)



Pero quizá lo que nos puso los pies sobre la tierra y sentó simbólicamente el inicio de una relación realista con la ciudad fue cuando fuimos a ver un documental a la Villa 31. Si bien ya habíamos advertido que, como muchas zonas citadinas, tiene pobreza y hay gente viviendo en la calle, sentíamos que Buenos Aires era pura belleza, confiterías, sol, parques, cultura, edificios coloniales, perros con dueño y vientos pamperos. 

Unos cientos de metros (pero no muy lejos) antes de la Villa, en el parque San Martín

Nos dirigimos al barrio 31, como decía en el mapa de Bafici (un festival de cine); de un momento a otro, de pasar de hermosas áreas verdes y después de la estación de tren, nos topamos con una especie de tianguis de la bola (en Santo Domingo, Coyoacán) o tepiteño, lo cual nos hizo sentir felices (¡por fin podríamos comprar cosas usadas!... ¿O robadas?). A los pocos pasos el paisaje se transformó todavía más: dejó de haber pavimento y vislumbramos hileras de casas sobre casas sobre casas, pasillos estrechos y cables errantes, basura húmeda y perros y palomas hurgando en ella, niños con manchas blancas en la cara y comiendo alfajores y pochoclos (palomitas infladas con caramelo –lástima que acá no las comen saladas ni con salsa valentina). 

Villa 31

Incluso los pequeños estaban ya dispuestos a ver el documental de Residente, de Calle 13, que terminó siendo poco pochoclero (o muy pochoclero dependiendo del punto de vista). Rápidamente se aburrieron y se pusieron a correr y jugar entre ellos y con un par de perros (eso sí todo mundo los acariciaba).

Arte en barrios: proyecciones de cine de Bafici en Villa 31


La típica identidad latinoamericana de miseria, pero de movimiento y actividad, alegría y griterío, me hizo sentir muy feliz, paradójicamente; me hizo sentir cerca, como un pez en el agua. No sé como explicarlo. Esos contrastes inesperados nos llamaron y acercaron más a este lugar, nos subrayaron nuestra pertenencia, que estamos en América Latina, en un lugar en donde es posible construir un hogar, donde mucha gente está dispuesta a luchar y lo hace día a día, ya sea por las seis horas de trabajo, asignación justa de recursos para la educación y sus docentes, hasta la liberación de todos aquellos sometidos por este sistema.






 





* Por cierto, ahora mismo estoy en una biblioteca que cierra a las 12 de la noche, como muchas acá.