martes, 4 de julio de 2017

Migramos para reinventarnos o la necesidad de reinventarse para encajar

Fotos de Luis Adrián Cobos

Migrar es cambiar la identidad. Por muy paulatino que ello sea. Si migras muchas veces, continuamente necesitas estar redefiniéndote. Al menos hasta cierto punto. Reaprender cosas nuevas, usos distintos, hasta palabras diferentes, si bien te va, y no tienes que aprender toda una lengua, pero, sobre todo, implica aprender a encajar (o por lo menos hacerse un lugar). Para ello es necesario buscar cosas afines y en el camino es inevitable no advertir entonces las diferencias, pues, como dicen las teorías más aceptadas sobre la identidad, nos definimos en función del otro, de lo distinto, de lo que no somos. Todavía.
    En mi vida se puede decir que he migrado tres veces, pero son muchas más las que he tenido que cambiar de sitio, buscar mi lugar, intentar encajar, a veces sin éxito. Todas ellas han definido sin duda mi identidad; ahora a la distancia puedo verlo, y me hace preguntarme cómo esta migración de México a Buenos Aires a los 31 años impactará en lo que seré en el futuro: ¿me gustará? ¿le gustará a la que soy hoy la que será después? y los demás ¿me aceptarán?


Estación de Retiro, Buenos Aires.

    La primera vez tenía solo 5 años y pasamos de vivir en la Ciudad de México, o entonces D.F., a Querétaro. La típica historia del padre que mueven de lugar de trabajo y toda la familia tiene que seguirlo. Era tan pequeña que mi mundo se reducía a mi mamá, mi papá y mi hermano, por lo que no importaba en dónde estuviera mientras fuera con ellos. En realidad no representó ningún cambio. Fue una migración invisible y en compañía siempre es más fácil: ya está todo construido y solo se pasa a otro sitio, como una casa rodante.
    Desde cierto punto de vista, del entorno inmediato, se podría decir que el traslado actual de México a Buenos Aires no es tan distinto de aquél, pues somos un grupo ya conformado por dos personas (Nélida y Adrián), dos gatos (Calisto y Mogly) y un perro (Ío) que, juntos, buscan descubrir el mundo (más nosotros y la Ío, que los gatos, que ni cuenta se dieron de que estamos en otro país). Pero no es así, ya no soy una niña y la vida no se acaba entre cuatro paredes, aunque en ocasiones pasen días en que así parece.


En el balcón, tomando mate.

    En la primera ocasión, la migración de 5 años, la verdadera transformación ocurrió un año después: mi mamá murió y entonces el mundo se desmoronó para recomponerse muy lentamente. Fue así el espacio interior en el que se crearon aquellas sacudidas que para siempre me definirían. Ahora es al contrario: parece que nuestra burbuja sólo mudó de sitio, pero cuando abrimos la puerta, el afuera todavía significa una realidad muy diferente: sonidos diferentes, olores diferentes, hasta colores diferentes.
    La segunda migración a los 10 años fue traumática, a diferencia de la de los 5. Llegó el momento de la vuelta a Ciudad de México, ocasionada nuevamente por el trabajo. Para ese momento mi realidad estaba muy compuesta por el mundo exterior: sobre todo las primeras amigas, cuando la identidad ya se crea en función del otro. Odiaba mi suerte, mi familia y sufría por tener que separarme de ellas: sentía que tenía un lugar, un buen lugar. Al regresar al D.F., me costó tanto volver a encajar; se me desarrolló una inseguridad y dificultad para congeniar que me acompaña hasta el día de hoy y que en cada cambio nuevo que hice: la preparatoria, la universidad, me ha hecho volver a sufrir: sentirse el extraño, el externo, el intruso, que llega a un escenario donde está todo perfecto, cada cosa está en su sitio, cada idea se ensambla adecuadamente, cada palabra resulta indicada, cada persona tiene su función, buena o mala. El migrante, por muy a su gusto y voluntad que haya migrado, se enfrenta a un cuadro ya terminado, aparentemente, en el que tiene que imaginarse cómo se verá, primero quizá como un recorte trasladado de otra imagen y, después, quién sabe, hasta resulte invisible o haya transformado todo a su alrededor.  



Nélida e Ío comiendo en el colchón, primer día en nueva casa.

    Nosotros vinimos a Argentina solo con el deseo de reinventarnos en un lugar diferente. Si no era acá, era en cualquier otro lugar siempre que fuera en América Latina. Y como resulta que acá hay muchos estudios en análisis del discurso y el cine es tremendo, fue fácil elegir este lugar para seguir investigando relaciones entre la lengua y la política, en mi caso, y hacer cine, en el de Adrián. Al principio, antes de llegar y cuando recién arribamos a Buenos Aires, tenía mucho temor de perder mi identidad lingüística (para mí: base de todo) y terminar hablando con acento porteño; al mismo tiempo, sin duda quería encajar a mi propio modo y ser parte de esta ciudad. Ahora me parece un poco tonto el temor al acento; después de tres meses no se nos ha pegado y hasta sentimos cierto orgullo al respecto (este ridículo “triunfo” seguramente es temporal, pues en dos años, según ciertos estudios, ya tendremos algo de acento… algo).


Mogly se pasea por la 9 de julio y el Obelisco.

    Sin embargo, para entendernos mejor, el vocabulario sí que es importante. No sólo para entendernos, sino para relacionarnos y no seguir siendo recortes mal situados. Como cuando en la escuela, a los 9 o 10 años, si no quieres ser un ñoño, empiezas a usar con cuidado groserías o malas palabras: a algunos les pasa a esa edad, a otros más tarde y a otros nunca (a éstos los compadezco). Yo ese proceso lo viví justo después de la segunda migración. Tenía dos amigas: Isis y Griselda que ocupaban aquellas palabras; yo me moría por usarlas, pero me daba mucha pena: pasaba noches imaginando que llegaba y les contaba: “vi un letrero muy gracioso pintado en mi calle: ´pinche cochino, aquí no es basurero´”. Imaginaba que les daba también mucha gracia y entonces nos volvíamos las mejores amigas. No recuerdo si pasó; creo que no.
    Si en esa etapa de la vida es fundamental y usar palabras de “adulto” acompaña un poco el proceso de crecer, al menos en ciertos contextos, ¿cómo no será importante incorporar las palabras propias de un lugar al migrar? Es allí cuando la burbuja empieza a romperse: en nuestra casa empezamos también a utilizar nuevo vocabulario, como en burla, pero en el fondo sabemos que se va introduciendo poco a poco aunque cómodamente en nuestro espacio y cotidianidad.



Calisto en el subte.

    Lo más fácil ha sido el “che”. De broma, hay días que cada oración empieza y termina con “che”. Nosotros somos “che”. Nuestra perra es “che Ío”. Los gatos son “che” (ellos menos porque no salen). El acento también lo imitamos y nos reímos. Todo el tiempo nos preguntamos el uno al otro sobre el significado de las palabras: “¿qué significará rotisería, una rosticería?”. “Mira, aquí ponen ´no estacionar´” y corregimos exageradamente cada vez que lo vemos: “debe ser ´no estacionarse´”. Nos burlamos de ciertas palabras como “emprendedorismo”…
    Tienda es kiosko. Maíz es choclo; palomitas de maíz, pochoclo. Trabajo es laburo. Metro es subte; camión, colectivo. Desmadre es quilombo. Ratero es chorro; ratero en motocicleta: motochorro. Calabacitas, zapallos. No se dice “está muy padre”, sino “está relindo” (con gran acento en el “re”). Hasta los chicles Trident se llaman Beldent.
Nélida en el subte Ío.

    Ciertamente, no es necesario dominar todas las palabras para entendernos, pero sí para que no nos miren raro o sean ellos los que se rían de nosotros. Como le pasó a Adrián cuando fue a buscar un pan dulce: indeciso miraba las diferentes opciones cuando el panadero le dijo “¿querés una factura?”. Adrián, sorprendido, dijo “no, sólo ticket” (en México, las facturas son comprobantes fiscales, mientras que los tickets son los simples. En Argentina, las facturas son panes dulces). O como me pasó a mí en otra ocasión: le pregunté al tendero el precio de los cacahuates y, boquiabierto, dijo “¡¿qué!?” “Ah, maní”. Mientras a mis espaldas le repetía a su ayudante: “cacahuates”, “caca”, me pareció que repetía entre risas.
    Sin embargo, también es bueno usar otras palabras y tener otro acento, que vean que somos diferentes, porque así atraemos y conocemos gente. Por ejemplo, el sábado, mientras grabábamos y fotografiábamos una fiesta de 15 años (no muy distinta a las mexicanas, salvo porque había más comida y terminó hasta las 5:30 a.m.), un argentino observador escuchó a Adrián decir “¿mande?” (los mexicanos, como muestra de sumisión milenaria decimos ¿mande? cuando no escuchamos bien algo, en lugar de ¿qué? Desde niños nos enseñan que es grosero responder tan secamente). De inmediato nos preguntó de dónde éramos, intercambiamos teléfonos y quedamos para pasear en bici.
    Siempre recordaré a mi maestra de análisis del discurso cuando dijo: “mientras más códigos manejas, más feliz eres.” Así que seguiré su consejo para alcanzar la felicidad. Mientras tanto, todavía mi corazón se encoge ridículamente si Adrián, en lugar de aguacate, me dice “compremos una palta”.