Fragmentada en el país de la carne, el bife y el choripán
(veganismo, izquierda y academia)
Antes, algunas precisiones. Para mí, el veganismo es una
postura política comprometida con terminar la dominación, la injusticia y las
desigualdades de todos los animales, no humanos y humanos; quienes la asumimos
hacemos lo posible, procuramos... que todas nuestras prácticas, individuales y colectivas, a corto y a largo plazo, sean congruentes con
ello. Y para mí, ser de izquierda significa una postura política comprometida
con acabar la dominación, la injusticia y las desigualdades sociales,
generalmente en un marco organizativo no necesariamente de partido, cuyo fin
último sería terminar con el capitalismo para instaurar un orden social basado
en la justicia. Y finalmente, las perspectivas críticas en la academia serían
aquellos abordajes que, desde la Universidad, busquen contribuir a poner fin a
las opresiones ya mencionadas. Superficialmente no parecieran ser posturas
contradictorias; sin embargo, existe una profundidad en cada una e intereses
específicos que hacen que entre las dos primeras exista un abismo casi
insondable (la izquierda, que considera al veganismo un reclamo burgués, y el
veganismo, que considera a la izquierda inútil y anquilosada); por su lado, lo
académico padece de cierta incapacidad para convertir sus “descubrimientos” en
algo útil socialmente hablando (en un sentido transformador). Mi vida ha oscilado
entre tales posturas, por lo que muchas veces me siento fragmentada, frustrada
y sinsentido. Intentaré no teorizar al respecto, sino hablar de mis
experiencias alrededor de ello en estos ya casi nueve meses en Argentina, el
país de El Matadero,[1]
del asado y el choripán.
Desde que nos íbamos a venir a Buenos
Aires, algunos de nuestros familiares y amigos medio que se reían de nosotros:
¿cómo se van a ir a Argentina, el país de la carne, si ustedes no comen carne? Hace
unos días, una estudiante de artes, Mora Vitali, nos habló de esa figura
nacional del gaucho, desafiando las adversidades de la pampa, mientras sentado
solo y en la inmensidad, se come su asado.
Imagen 1: póster popular del asado. Imagen 2: foto de un refrigerador en el mercado de San Telmo, deAdrián Cobos.
Confieso que tenía mis temores al respecto.
Me preguntaba si tendríamos dificultades por ello; en cambio, Adrián decía que,
al ser una ciudad tan “cosmo”, tan vanguardista, seguramente también habría
muchas opciones. No se equivocaba. A los pocos días, caminando sin rumbo,
encontramos en la calle, específicamente en la Plaza San Martín, un puestito en
donde vendían alfajores y carnes vegetales. Poco después, para celebrar mi
cumpleaños, apenas a 15 días de haber arribado a Buenos Aires, conocimos Konu,
un famoso bar (así le dicen a los restaurantes; recuerdo cuando mi asesora del
doctorado me citó en uno y yo pensé: ¿Cómo? ¿Un bar? ¿Vamos a tomar unas copas,
mientras hablamos de trámites y de mi investigación?). Desgraciadamente, en
Konu pedí un pastel espantoso, cubierto y relleno de una especie de chantillí,
que afligió mi día. Al parecer a los argentinos les gustan así los pasteles…
Aunque nos decepcionamos de ese lugar, y como siempre escuchábamos maravillas
de él, volvimos a ir varias veces y aprendimos que el secreto era no pedir
postres. Pronto se convirtió en uno de los lugares que más visitamos porque,
entre otras cosas, venden comida por peso que cuesta lo mismo que cualquier
otra (con eso de que la comida vegana suele venderse más cara, aunque su
producción sea más barata…): albóndigas, hummus, mayonesa, “quesos”, papas con
“crema”, guisos de “carne”, tabule, ensaladas, croquetas de verdura con
“huevo”, guisos de tofu, arroz, pasta, empanadas… Puras cosas deliciosas.
Fotos mías del celular
En fin. Nos dimos cuenta de que estábamos
rodeados de bares, cafés, pizzerías y comercios de todo tipo, que venden comida
vegana. Muchos más de los que teníamos al alcance en México. ¿Cómo es posible
que esto ocurra en el país del bife? Y al fin pude probar el platillo nacional,
un increíble choripán (llamado chorisaurio, por su monstruoso tamaño y cantidad
de grasa, creación de La Reverde, parrillita vegana) que solemos comer al menos
una vez cada 15 días, casi digno de reemplazar los tacos de pastor y tortas de
la Gatorta y Taquería vegana de Ciudad de México.
Lo que más nos entusiasmó fue que, al
menos lo que hemos conocido, el veganismo aquí tiene un aire más activista que
en México, y como más alternativo. El descubrimiento estrella fue el minisúper
vegano, que se hace cada mes en una casona vieja (que se está cayendo) con un
toque muy particular, nada “fresa”, nada “cheto”, sino todo lo contrario, más
popular, más alterno. Nos impresionó la cantidad de gente que hace fila para ingresar…
cuando las puertas al fin abren, entramos todos desesperados a agarrar, antes
de que alguien te gane, aquellos productos que más necesita el antojo
gordivegano… manos como pulpos tomando salchichas, milanesas, chorizos,
pancetas, pizzas, empanadas, sorrentinos, donas, muffins, helados, panes,
chocolates…
Otro hecho que nos ha sorprendido es la
cantidad de vegetarianos o veganos que hemos conocido fortuitamente en Buenos
Aires. En México, creo que solo una vez llegué a conocer a alguno sin estar en
un contexto propicio. Acá he conocido siete: compañeros de escuela o trabajo, o
amigos por otras circunstancias. Aunque… no me había dado cuenta, sino hasta
hace poco, de que sólo una es argentina; los demás: dos brasileñas, una
chilena, dos colombianos y una mexicana (y, como pueden notar, la mayoría son
mujeres; los dos hombres, homosexuales). ¡Nunca me hubiera imaginado conocer
tantos latinos! (También he conocido ecuatorianos, bolivianos, venezolanos,
uruguayos, coreanos, nigerianos…).
En esta foto de Adrián Cobos, vemos a nuestros amigos Nicolás y Andrés (vegetariano),
a quienes conocimos por Face, ya que Nico pensó ir a México a estudiar cine.
Como todos estos extranjeros sabrán, y
sobre todo cualquiera que venga a Buenos Aires (donde los platos nacionales son
únicamente empanadas, pizza, pasta y diferentes versiones de carne acompañadas
de puré de papas o de camote), la comida siempre es un tema difícil. Solemos
sufrir bastante y de hecho es una de las cosas que más extrañamos. Extraño las
tortillas, el mole, los tlacoyos, el tomate verde, la variedad de fruta y
verdura, el comer diferente casi todos los días. Al principio, como con todo,
estábamos extasiados y la ciudad nos parecía de lo mejor; todos los días
comiendo empanadas, pizza, pasta fresca, hamburguesas (incluso en cualquier
tienda venden opción vegetal de hamburguesa)… pero ahora, después de 7 kilos
que he subido y Adrián ni un gramo, cada día nos fastidia (bueno, por
temporadas) hacer malabares sobre qué vamos a comer.
Les recuerdo que la comida en general es
carísima (como todo aquí), así que tampoco nos hace mucha gracia. Sin embargo, cada
tanto encontramos o descubrimos cosas que nos sorprenden; por ejemplo, hace
poco fuimos a Liniers, que nos pareció una especie de Pino Suárez combinado con
central de abastos, y encontramos… ¡tamarindos!, ¡chiles frescos y secos!,
¡piloncillo! y algunas cosas extrañas que no conocíamos. Así que nos armamos de
nuestra dotación de chiles y tamarindos e incluso comenzamos a fantasear sobre
vender agua de tamarindo los domingos, como la que toma el Chavo del 8 (héroe nacional mexicano, referente para Latinoamérica
¡¿?!). Ya nos imaginábamos que compraríamos unas gorras del Chavo o algún identificador y que
pregonaríamos en San Telmo (una especie de Coyoacán): “¡agua de tamarindo como
la del Chavo!”.
Ío posando con Mafalda en San Telmo
San Telmo
Nos parece que el agua de tamarindo, marca
Chavo, podría ser un buen negocio y
venir a complementar nuestros ingresos en este país donde cada día es más
difícil llegar a fin de mes (la inflación sumó 71 % desde que asumió Macri el
poder), donde poco a poco van avanzando políticas, reformas y condiciones que
atentan contra los derechos que antes parecían seguros (lo cual genera una
considerable cantidad de marchas cada semana y mantiene muy activas a las
organizaciones y al movimiento estudiantil; en respuesta, como en El Matadero, la represión va en aumento,
baste citar el asesinato de Santiago Maldonado, de la lucha mapuche, o que ayer
utilizaron a unos perros para amedrentar a las personas, aparte de los
habituales gas pimienta y camiones hidrantes).
Foto de Adrián Cobos, donde sale una imagen de Maldonado
Como algunos sabrán, la investigación que
estoy haciendo es justamente sobre el discurso del movimiento estudiantil, así
que por eso y porque es el medio donde me muevo y suelo sentirme cómoda, me he
acercado a varias organizaciones de izquierda o progresistas, y he notado que
hay algunos temas que interesan a casi todos: el latinoamericanismo, la
diversidad, el feminismo, por poner algunos ejemplos. En un principio, me
pareció que se colgaban de las dos últimas banderas, sobre todo, y me
fastidiaba un poco ver que casi todas las organizaciones tenían su sección feminista,
pues la considero (¿o consideraba?) una estrategia para ganar más adeptos o lo
políticamente correcto. De los grupos a los que me acerqué, el MST (Movimiento
Socialista de los Trabajadores) ha sido el más fraterno, pues siempre me invitan
a sus charlas, actividades o fiestas. Ellos tienen una organización llamada “Juntas
y a la Izquierda” (hermoso nombre) de feministas socialistas. Pese a mis
recelos iniciales, ahora pienso que realmente son feministas y que, como
organización, tienen una verdadera agenda al respecto.[2]
Con ellas fui a uno de los eventos que más
me han impactado en el marco de las luchas sociales: el Encuentro Nacional de
Mujeres. Cada año desde 1986 (cuando nací) se reúnen alrededor de 50 mil mujeres
(a veces más, a veces menos) de toda la Argentina, organizadas o no, a hacer
talleres y discutir sobre estrategias para acabar con el sistema explotador y
patriarcal. Los talleres, cerca de 70, son sobre salud física y mental,
educación, política, pueblos originarios, hábitat, medioambiente, feminización
de la pobreza, feminicidios, sexualidad, migración, pueblos originarios,
aborto, abuso sexual, economía, activismo lésbico, bisexual y trans, etcétera,
etcétera. Fue increíble. Una recarga de optimismo y energía como nunca la había
vivido. La marcha final por la ciudad del Chaco, gritar junto a miles de
mujeres, muchas “en tetas”, fue liberadora y transformadora. Me pregunto por
qué esto no existe en todos los países. Pregunta que por ahora quedará sin
respuesta.
En la marcha en el Chaco, en el ENM. Foto de Florencia Bonfigli
Sin embargo, confieso que me decepcionó
que no existiera un taller, no que yo me enterara, que discutiera la relación
entre la opresión de las mujeres y los animales no humanos, por poner un
ejemplo; dado que se supone hay varias femiveganistas por acá y dado que, para
muchos, hay una continuidad histórica entre las luchas contra la opresión por
razones de raza, género, orientación sexual y especie… Otra inquietud que por
ahora quedará archivada también. Mientras gritaba en la marcha y me aprendía
las canciones, hubo una que despertó en mí una conocida frustración e
impotencia (todas las demás me encantaron):
“Vamo´ a la lucha,
compañera, vamo´ al frente,
que se lo pide toda la
gente.
Con la violeta diversa
y feminista,
con la bandera verde de
la lucha ambiental
y con la roja, de izquierda y socialista,
contra el capitalismo,
machista y patriarcal.
Vamo´ a la lucha,
compañera, vamo´ al frente
que se lo pide toda la
gente.”
Sé que no todos deben ni van a pensar
igual que yo, que hay procesos, que hay luchas en todos los ámbitos, pero no
podía dejar de sentirme algo hipócrita al cantar, desde la izquierda feminista:
“con la bandera verde de la lucha ambiental”. ¿Cuál lucha ambiental? Para mí la
lucha ambiental tiene que contemplar la cuestión de que la producción de carne
es la que más contamina el planeta. Estoy consciente de que es un dato muy
oculto y de que suena a disparate, además de que atenta contra las comodidades
inmediatas de las personas. Además, ¿es tan difícil pensar una posible relación
entre las diferentes opresiones? No obstante, dado que lo importante es acabar
con el capitalismo, lo demás puede quedar en segundo plano: podemos seguir
comiendo asado, bife y choripán, y carnitas, patitas de pollo y tacos de
suadero o pastor… Hay una tensión entre las prácticas individuales e inmediatos,
y las prácticas sociales y a largo plazo en la izquierda (supongo que más bien
en cualquiera) cuya contradicción todavía no logro conceptualizar del todo,
pero que me fragmenta y escinde de la izquierda en general.
Compañeras del MST en el ENM del Chaco. Foto del celular
Pese a que aquello en realidad no mató, ni
mucho menos, mi entusiasmo por la lucha social y política, un entusiasmo que más
bien se ha ido renovando gracias a la gente y organizaciones que he conocido en
Argentina, ratificó mi pesimismo sobre el futuro y mi frustración sobre la
incompatibilidad, al menos a nivel social, de mis intereses, sobre todo en
relación a las actividades que conforman mi día a día: las luchas políticas y
el trabajo académico, que, por muy crítico que se quiera posicionar, poco
impacto y utilidad parece tener en la realidad: ¿En verdad tiene sentido
teorizar sobre el discurso del movimiento social? ¿A quién le va a ayudar? ¿El análisis
crítico del discurso ha logrado que deje de discriminarse a las personas?
¿Cómo, si ni siquiera nadie sabe qué es la lingüística o para qué sirve? ¿Cómo,
si los lingüistas no hemos sabido combinar nuestros saberes con otras áreas sociales?
Todas esas preguntas nos las hacíamos
cuando, tiempo atrás en México organizamos un foro académico de lingüística en
torno a la violencia de Estado y la desaparición de los 43 normalistas de
Ayotzinapa. Recuerdo que uno de los compañeros sobrevivientes fue a escucharnos
al evento y recuerdo también que ninguno de los trabajos presentados sirvió
para hacer justicia y que ese compañero se fuera con la tranquilidad de que
estábamos haciendo algo. Sólo fue para nosotros una “compra de indulgencias”
(una frase para siempre grabada en mí, de mi amigo Christian Peñaloza), fue quedarnos
tranquilos sabiendo que habíamos puesto nuestro granito de arena y luchado
dentro de la Universidad para poder poner en un cartel la frase “violencia de
Estado”. Es inútil nuestro trabajo. Inútil.
Equipo de Lingüística Crítica en 2016. Foto de Adrián Cobos
Quizá estoy siendo demasiado dura e
injusta, y quizá ese compañero al menos se fue con la sensación de que nos
importaba lo que había pasado y de que había gente en la Universidad
discutiendo acerca de porqué a sus compañeros los habían matado, gente gritando
que no estábamos de acuerdo y a quienes nos dolía terriblemente el cuerpo
torturado y sin rostro de Julio César Mondragón. Quiero pensar que así fue.
Y ahora, a tres años de aquella impunidad
y de ese primer congreso que hicimos, intentamos mantener vivo aquel Facebook
de Lingüística Crítica, publicando cosas relacionadas y con proyectos en
puerta. Con casi 5 mil seguidores, quizá no sean tan pocas las personas que se
interesan por la lingüística entendida como una herramienta de transformación.
Así, buscando algo nuevo qué publicar en la página, algo que intentara
conciliar al menos con lo académico otro de mis grandes intereses: la lucha por
la igualdad animal, ocurrió un hecho que, por unos momentos, resucitó las
esperanzas que algún día tuve a los 20 años, cuando estudiaba letras y creía
que la literatura podría ser un arma. Desgraciadamente ahora no puedo ser tan
ingenua, pero las dos cosas que descubrí en esta búsqueda removieron viejos
sentimientos asociados al trabajo intelectual.
Me encontré con un área para mí
desconocida, y que de hecho es muy embrionaria: la ecolingüística, la cual explora
el papel del lenguaje en la relación de la especie humana con otras especies y
con su entorno natural. Pues resulta que en el país de El matadero existe eso, y que hay un grupo de analistas del
discurso interesados particularmente en la dominación que ejercemos sobre otros
animales y en la importancia que ello tiene en el futuro de la vida misma.[3]
No lo podía creer, sentí como si se estuviera revelando algo cuyo valor todavía
no alcanzo a comprender. Y lo mejor fue que, al compartirlo en la página,
despertó un gran interés en el público (debo confesar que no confiaba en que
sucediera). De inmediato me contacté con Diego Forte, el representante de esta
área en Argentina y, en una mesa del Instituto de Lingüística, se me abrieron
posibilidades con las cuales parchar un poco el pesimismo al que tan bien me he
estado acostumbrando.
El otro hallazgo extraordinario, recopado
(muy chingón), fue el Instituto Latinoamericano de Estudios Críticos Animales[4]
(al que llegué gracias a un artículo sobre las representaciones sociales del
carnismo en Argentina) y el grupo de Ética Animal UBA. Para mi buena suerte,
resultó que organizaban las I Jornadas
Interdisciplinarias de Debate en torno a los Animales No Humanos. Con la fe
medio renovada, decidí escribir una pequeña presentación reflexionando sobre
algunos ejemplos de lenguaje especista en español y apelando a la conocida
frase del activismo: “somos la voz de los que no tiene voz”. Asistir a este encuentro
fue, sin duda, un hecho trascendental en mi vida.
En la foto se ven algunos de los libros que vendían en el coffee break y también está Fernanda (de blusa negra),
una gran amiga también conocida circunstancialmente en la escuela de Adrián y con quien hemos
compartido proyectos y deliciosas comidas brasileñas, mexicanas y argentinas.
Fue un encuentro insólito en cuyo coffee break se vendían libros como Por qué amamos a los perros, nos comemos a
los cerdos y nos vestimos con las vacas; en donde había cascos de realidad
virtual sobre los mataderos;[5]
en donde había café con leche vegetal… Allí experimenté que la investigación
desde las ciencias del lenguaje podría resultarle útil a otros profesionales
del derecho, la educación, las ciencias de la salud, la veterinaria, la
sociología o el arte, pues así me lo hicieron sentir; les pareció algo novedoso
e interesante y se preguntaron por qué no lo habían visto desde esa perspectiva
y cómo podría sumar a sus investigaciones. Platiqué con muchas personas, con
quienes surgieron proyectos a futuro. Además conocimos una Facultad imponente e
increíble a la que parece ser que sí destinan presupuesto (es una especie de
Partenón, con columnas de mármol, exposiciones de arte, esculturas gigantes, salas
con chimenea y pinturas antiguas, entre otros lujos. Adrián y yo nos increpamos
el uno al otro: ¿ya ves? ¿por qué estudiaste letras? Ah, ¿pero querías estudiar
cine, no?).
Facultad de derecho por fuera. Foto de Adrián Cobos
Facultad de derecho por dentro. Foto de Adrián Cobos
Ver que había cerca de cien personas
(entre expositores y público) en la Facultad de Derecho, disertando sobre
igualdad, derecho y política para los animales no humanos, como un problema que
es transversal a diferentes disciplinas; cerca de cien humanos conociéndose,
comiendo juntos, compartiendo esperanzas y frustraciones con respecto a la
realidad y a la academia (¿por qué lo pondré como dos cosas a parte?); todo eso
me hizo ver una pequeña ventana y me ayudó a recordar aquello que en ocasiones llegué
a creer y a enunciar, de manera casi literal, cuando trabajaba de cerca con mis
compañeros en México en el Cubo 300:[6]
es nuestra responsabilidad posicionar ciertos temas, ciertos debates y ciertas
posturas dentro de la Universidad, pues allí se construyen los saberes que son
considerados legítimos para la sociedad, los saberes que son dignos de abordar,
de reflexionar y de aplicar.
Así que, ¿tiene sentido cuestionar el
papel del lenguaje en las prácticas de dominación que ejercemos día a día?
Puede ser. A nueve meses de habitar el país de El Matadero, he descubierto tantas cosas que, no es que me hayan transformado
radicalmente como me temía al principio (con la cuestión del acento porteño,
por ejemplo), sino que me han ayudado a reencontrarme con los ideales que se me
estaban empolvando y también me han hecho sentir que quizá sea posible
encontrar un camino en el que puedan ser conciliados.
[1] Quizá algunos recuerden el considerado precursor del cuento latinoamericano (casualmente escrito en Argentina), de Esteban Echeverría: El Matadero, una obra en la que se mezclan el costumbrismo, el naturalismo y el romanticismo, y donde se hace una alegoría entre la dictadura de Rosas y un matadero: el placer por la tortura y la muerte de personas, bajo un régimen político, y el placer por la tortura y la muerte de un toro, bajo un orden social “normal”. El deseo de la carne y la barbarie. ¡Cuánto se podría reflexionar acerca de lo que implica que un cuento así sea el fundador de la literatura nacional argentina (junto con La cautiva) y del cuento latinoamericano! ¡Todo lo que ello dice sobre nuestras sociedades propensas a la violencia política y social (de donde no quiero excluir el carnismo)!
Retomo la frase de Paula Viturro, quien la usó en una conferencia que tituló “Reflexiones feministas en el país de El Matadero”.
[2] Además, recién
publicaron un excelente libro, fruto de una investigación colectiva, llamado Mujeres en revolución. La
nueva ola feminista mundial, en donde argumentan por una tercera ola y
hablan de las relaciones entre marxismo, socialismo y feminismo.
[5] Por cierto, los interesados tienen que entrar a está página: voicot.com
Voicot es una organización antiespecista que hace investigación en mataderos y
tiene un hermoso cortometraje de stopmotion
que tienen que ver. https://www.voicot.com/video
[6] Centro de Documentación y Difusión de Filosofía Crítica, de la Facultad de
Filosofía y Letras. http://filoscritica.wix.com/centrofiloscritica