Fotos de Luis Adrián Cobos
En mi vida se
puede decir que he migrado tres veces, pero son muchas más las que he tenido
que cambiar de sitio, buscar mi lugar, intentar encajar, a veces sin éxito.
Todas ellas han definido sin duda mi identidad; ahora a la distancia puedo
verlo, y me hace preguntarme cómo esta migración de México a Buenos Aires a los
31 años impactará en lo que seré en el futuro: ¿me gustará? ¿le gustará a la
que soy hoy la que será después? y los demás ¿me aceptarán?
Estación de Retiro, Buenos Aires.
La primera vez
tenía solo 5 años y pasamos de vivir en la Ciudad de México, o entonces D.F., a
Querétaro. La típica historia del padre que mueven de lugar de trabajo y toda
la familia tiene que seguirlo. Era tan pequeña que mi mundo se reducía a mi
mamá, mi papá y mi hermano, por lo que no importaba en dónde estuviera mientras
fuera con ellos. En realidad no representó ningún cambio. Fue una migración
invisible y en compañía siempre es más fácil: ya está todo construido y solo se
pasa a otro sitio, como una casa rodante.
Desde cierto
punto de vista, del entorno inmediato, se podría decir que el traslado actual de
México a Buenos Aires no es tan distinto de aquél, pues somos un grupo ya conformado
por dos personas (Nélida y Adrián), dos gatos (Calisto y Mogly) y un perro (Ío)
que, juntos, buscan descubrir el mundo (más nosotros y la Ío, que los gatos, que
ni cuenta se dieron de que estamos en otro país). Pero no es así, ya no soy una
niña y la vida no se acaba entre cuatro paredes, aunque en ocasiones pasen días
en que así parece.
En el balcón, tomando mate.
En la primera
ocasión, la migración de 5 años, la verdadera transformación ocurrió un año
después: mi mamá murió y entonces el mundo se desmoronó para recomponerse muy
lentamente. Fue así el espacio interior en el que se crearon aquellas sacudidas
que para siempre me definirían. Ahora es al contrario: parece que nuestra burbuja
sólo mudó de sitio, pero cuando abrimos la puerta, el afuera todavía significa una
realidad muy diferente: sonidos diferentes, olores diferentes, hasta colores
diferentes.
La segunda
migración a los 10 años fue traumática, a diferencia de la de los 5. Llegó el
momento de la vuelta a Ciudad de México, ocasionada nuevamente por el trabajo.
Para ese momento mi realidad estaba muy compuesta por el mundo exterior: sobre
todo las primeras amigas, cuando la identidad ya se crea en función del otro.
Odiaba mi suerte, mi familia y sufría por tener que separarme de ellas: sentía
que tenía un lugar, un buen lugar. Al regresar al D.F., me costó tanto volver a
encajar; se me desarrolló una inseguridad y dificultad para congeniar que me
acompaña hasta el día de hoy y que en cada cambio nuevo que hice: la
preparatoria, la universidad, me ha hecho volver a sufrir: sentirse el extraño,
el externo, el intruso, que llega a un escenario donde está todo perfecto, cada
cosa está en su sitio, cada idea se ensambla adecuadamente, cada palabra
resulta indicada, cada persona tiene su función, buena o mala. El migrante, por
muy a su gusto y voluntad que haya migrado, se enfrenta a un cuadro ya
terminado, aparentemente, en el que tiene que imaginarse cómo se verá, primero
quizá como un recorte trasladado de otra imagen y, después, quién sabe, hasta
resulte invisible o haya transformado todo a su alrededor.
Nosotros vinimos
a Argentina solo con el deseo de reinventarnos en un lugar diferente. Si no era
acá, era en cualquier otro lugar siempre que fuera en América Latina. Y como
resulta que acá hay muchos estudios en análisis del discurso y el cine es
tremendo, fue fácil elegir este lugar para seguir investigando relaciones entre
la lengua y la política, en mi caso, y hacer cine, en el de Adrián. Al
principio, antes de llegar y cuando recién arribamos a Buenos Aires, tenía
mucho temor de perder mi identidad lingüística (para mí: base de todo) y
terminar hablando con acento porteño; al mismo tiempo, sin duda quería encajar
a mi propio modo y ser parte de esta ciudad. Ahora me parece un poco tonto el
temor al acento; después de tres meses no se nos ha pegado y hasta sentimos
cierto orgullo al respecto (este ridículo “triunfo” seguramente es temporal,
pues en dos años, según ciertos estudios, ya tendremos algo de acento… algo).
Mogly se pasea por la 9 de julio y el Obelisco.
Sin embargo, para
entendernos mejor, el vocabulario sí que es importante. No sólo para
entendernos, sino para relacionarnos y no seguir siendo recortes mal situados.
Como cuando en la escuela, a los 9 o 10 años, si no quieres ser un ñoño,
empiezas a usar con cuidado groserías o malas palabras: a algunos les pasa a
esa edad, a otros más tarde y a otros nunca (a éstos los compadezco). Yo ese
proceso lo viví justo después de la segunda migración. Tenía dos amigas: Isis y
Griselda que ocupaban aquellas palabras; yo me moría por usarlas, pero me daba
mucha pena: pasaba noches imaginando que llegaba y les contaba: “vi un letrero
muy gracioso pintado en mi calle: ´pinche cochino, aquí no es basurero´”.
Imaginaba que les daba también mucha gracia y entonces nos volvíamos las
mejores amigas. No recuerdo si pasó; creo que no.
Si en esa etapa de
la vida es fundamental y usar palabras de “adulto” acompaña un poco el proceso
de crecer, al menos en ciertos contextos, ¿cómo no será importante incorporar
las palabras propias de un lugar al migrar? Es allí cuando la burbuja empieza a
romperse: en nuestra casa empezamos también a utilizar nuevo vocabulario, como
en burla, pero en el fondo sabemos que se va introduciendo poco a poco aunque
cómodamente en nuestro espacio y cotidianidad.
Calisto en el subte.
Lo más fácil ha
sido el “che”. De broma, hay días que cada oración empieza y termina con “che”.
Nosotros somos “che”. Nuestra perra es “che Ío”. Los gatos son “che” (ellos
menos porque no salen). El acento también lo imitamos y nos reímos. Todo el
tiempo nos preguntamos el uno al otro sobre el significado de las palabras: “¿qué
significará rotisería, una rosticería?”. “Mira, aquí ponen ´no
estacionar´” y corregimos exageradamente cada vez que lo vemos: “debe ser ´no
estacionarse´”. Nos burlamos de
ciertas palabras como “emprendedorismo”…
Tienda es kiosko. Maíz es choclo; palomitas de
maíz, pochoclo. Trabajo es laburo.
Metro es subte; camión, colectivo. Desmadre es quilombo. Ratero es chorro; ratero en motocicleta: motochorro. Calabacitas, zapallos. No
se dice “está muy padre”, sino “está relindo”
(con gran acento en el “re”). Hasta los chicles Trident se llaman Beldent.
Nélida en el subte Ío.
Ciertamente, no
es necesario dominar todas las palabras para entendernos, pero sí para que no
nos miren raro o sean ellos los que se rían de nosotros. Como le pasó a Adrián
cuando fue a buscar un pan dulce: indeciso miraba las diferentes opciones
cuando el panadero le dijo “¿querés una factura?”. Adrián, sorprendido, dijo
“no, sólo ticket” (en México, las facturas son comprobantes fiscales, mientras
que los tickets son los simples. En Argentina, las facturas son panes dulces).
O como me pasó a mí en otra ocasión: le pregunté al tendero el precio de los
cacahuates y, boquiabierto, dijo “¡¿qué!?” “Ah, maní”. Mientras a mis espaldas
le repetía a su ayudante: “cacahuates”, “caca”, me pareció que repetía entre risas.
Sin embargo, también
es bueno usar otras palabras y tener otro acento, que vean que somos diferentes,
porque así atraemos y conocemos gente. Por ejemplo, el sábado, mientras
grabábamos y fotografiábamos una fiesta de 15 años (no muy distinta a las mexicanas,
salvo porque había más comida y terminó hasta las 5:30 a.m.), un argentino
observador escuchó a Adrián decir “¿mande?” (los mexicanos, como muestra de
sumisión milenaria decimos ¿mande? cuando
no escuchamos bien algo, en lugar de ¿qué?
Desde niños nos enseñan que es grosero responder tan secamente). De
inmediato nos preguntó de dónde éramos, intercambiamos teléfonos y quedamos
para pasear en bici.
Nélida me emocionó tu escrito, pof migrante inversa y por medio lingüista, por amor a las palabras y por lo diferente de nuestra manera de enfrentar lo mismo. Gracias!
ResponderEliminarNélida me emocionó tu escrito, pof migrante inversa y por medio lingüista, por amor a las palabras y por lo diferente de nuestra manera de enfrentar lo mismo. Gracias!
ResponderEliminarQue chistoso! Soy argentina en mexica, me mude a mis 29 años, entiendo perfecto lo q explicas y las sensaciones y nostalgias. Y tb la capacidad q tiene uno para reinventarse y para aprender. Las oportunidades pasan y uno puede subirse al tren. Es lógico extrañar, es logico el
ResponderEliminarShock de otras costumbres, oyro lenguaje, otro clima. Abraza esta etapa. Solo la buena actitud y el humor te van a llevar por el
Mejor camino. Arriba Mexico! Arriba Argentina! Y las facturas!!!
Yo tb escribia un blog cuando me mudé, es una excelente herramienta para sacar todo